martes, 29 de abril de 2014

¿Quién se lo imaginaría?



Ya se conocían hace años, ¿qué secretos podrían ocultarse luego de tanto tiempo compartiendo una vida? ¿Quién diría que aún hay una moneda en el monedero, y que no se gastó todavía? Todo ocurre en un mero sentimiento de duda, en el que el protagonista es aquel objeto escondido o no escondido en el bolsillo de una mujer de tercera edad, junto a su pareja dos años mayor.


Ella había salido como todos los días de su casa con su marido a conversar a la plaza, aquella plaza en la que se habían conocido, un martes como este, o como aquel. Pero no era como todos los días, ese día fue diferente. La anciana había hecho una movida de jaque mate para aquella relación que ella ya no consideraba seria, fiable y leal. ¿Terminaría finalmente con ese sentimiento de falsedad ante un ser que de a poco iba borrando aquellos momentos gloriosos? Probablemente. Lo había pensado una semana antes, y sabía en donde debía ocurrir. Todo seguía igual, de forma que no hubo ni una mínima sospecha de parte del marido acerca de los planes de su pareja.


Nervios, ansias y odio rodeaban de forma material a la anciana, mientras que su acompañante simplemente caminaba hacia un objetivo ya conocido. Ambos se sentaron en el banco de siempre, con expectativas de la charla de siempre, pero no fue así. Ese día ambos estaban en silencio con miradas distraídas que circulaban por el horizonte y el suelo. ¿Porqué era ese momento tan incómodo, si ya lo habían vivido miles de veces antes? En ese instante, la anciana se dio cuenta de que no era ella la única que ocultaba algo, ya que era su marido el que empezaba siempre la conversación.


Cada uno en su burbuja de pensamientos. Finalmente, y para el alivio de la señora, su marido empezó a silbar una canción que no reconocía, pero estaba segura de que era un tango.


¿Cuánto más debería esperar para poder realizar lo que había dispuesto con tanta dificultad? ¿Estaba segura de que eso arreglaría las cosas, que finalmente tendría una vida feliz?


El señor siguió silbando hasta que una paloma se paró sobre el apoyabrazos del banco en el que estaban sentados. Primero la miró con detenimiento, casi demostrando un efecto de cariño hacia aquel animal. Pero eso fue meramente una mala interpretación de su acompañante. El anciano estaba lleno de ira, ira incomprensible para su pareja, pero aún así ira. En un acto sorpresivo, agarró a aquel ser inofensivo y le dobló el cuello. Acto seguido le dijo a su mujer: “mostrame que tenes en el bolsillo, querida, o te hago lo mismo”. La señora, desesperada, intentó defender su tranquilidad y poca certeza acerca de lo que estaba ocurriendo. Tartamudeando, le explicó que no había nada en su bolsillo más que las pequeñas bochitas que llevaba siempre. Con un gesto de afirmación, el anciano se levantó y se marchó.


Ella, paralizada, no supo que decir ni hacer. Su plan se había dispersado, aunque ahora sabía que su marido también la odiaba.


Logró ver la figura de su supuesto “amor de por vida” en el medio de la plaza, parado mirando el suelo. Decidida, sacó lo que escondía en el bolsillo. Era un antiguo abresobres de oro con detalles de plata, uno de los dos abresobres que le había regalado la madre hace años. Caminando con firmeza y apretando bien fuerte el mango con su puño, clavó aquella reliquia en el estómago a aquel ser desconocido que tenía en frente. Un aire de satisfacción le llenó los ojos de lágrimas de felicidad, pero esta no le duró mucho. Sacando la mirada de los ojos del marido, se dió cuenta que otro material también la atravesaba a la altura del estómago, otro abresobres, el hermano de su abresobres.





No sentía dolor, solo frío, mucho frío. Ambos se quedaron un minuto parados impresionados con lo que había pasado, hasta que sus piernas ya no pudieron soportar el peso de sus cuerpos, entonces cayeron en una caída que parecía interminable. Sus cuerpos quedaron tirados en el medio de aquella plaza despoblada, donde ni las palomas abundaban. La imagen en el cuarto de los ancianos quedó intacta, pero, ¿quién se imaginaría semejante violencia y odio en una foto de dos viejos tomados del brazo, caminando por la plaza de siempre, hablando de lo de siempre? Más allá de todo, algún tipo de conexión tiene que haber habido entre ellos dos. Eligieron el mismo lugar, el mismo día y el mismo momento para terminar con la miseria de cada uno, una acción mutua que finalizó con 65 años de una relación que ambos consideraban una mentira sin retorno.